Título original: We Need to Talk About Kevin
Año de publicación: 2003
Nº de páginas: 616
Editorial: Anagrama
Eva es autora y editora de guías de viaje para gente tan urbana y feliz como ella. Casada desde hace años con Franklin, un fotógrafo de publicidad, decide, con muchas dudas, cerca de los cuarenta años, tener un hijo. Y el producto de tan indecisa decisión será Kevin. Pero casi desde el comienzo, nada se parece a los mitos familiares de la clase media urbana y feliz. Eva siente que Franklin se ha apoderado de su maternidad, convirtiéndola en el mero contenedor del hijo por nacer. Y Kevin es el típico bebé difícil, que tortura con sus llantos, que no quiere comer. Se convertirá en el terror de las niñeras, en un adolescente terrible, en el antihéroe a quien sólo le interesa la belleza de la maldad. Al llegar la sangrienta, mortífera epifanía de Kevin, dos días antes de cumplir los dieciséis años, el niño es un enigma para su madre.
Hay libros que nos resultan incómodos porque nos plantean situaciones que quedan alejadas de nuestra cotidianeidad, como pueden ser el desarrollo de una guerra, los trapicheos de un narcotraficante o los mecanismos retorcidos de un mundo distópico. Suele tratarse de una incomodidad con una presencia no muy sólida, ya que es imposible desembarazarse del sentimiento de irrealidad que la acompaña. Pero existe otra categoría de libros perturbadores en los que esa misma sensación adquiere una corporeidad tan factible y tan real que la sentimos a nuestro lado a cada vuelta de página. Si bien no es muy probable, aquello sobre lo que estamos leyendo podría sucedernos a nosotros mismos. Es más, después de la intensidad de la lectura, nos parece que no tenemos escapatoria, que nuestro futuro ya está escrito. ‘Tenemos que hablar de Kevin’ entra de lleno en esta categoría de libros que nos zarandean a todos los niveles.
Y una de las diversiones más absorbentes, a medida que envejecemos, consiste en explicar, no sólo a los demás, sino a nosotros, nuestra propia historia. Bien que lo sé: cada día me la cuento y me persigue como un perro fiel. En consecuencia, el único aspecto en el que me aparto de mi personalidad joven es que ahora considero terriblemente afortunadas a todas las personas que tienen muy poca o ninguna historia que contarse.
Eva nos relata su historia desde el presente, echando la vista atrás a través de unas cartas a su marido en las que rememora la relación de ambos, la maternidad y la accidentada vida familiar que vino después. La autora ha sabido encontrar el equilibrio perfecto entre el avance de la narración y los pensamientos tangenciales: el texto está lleno de meandros y espirales que no hacen sino reflejar el discurso interno de alguien que no puede parar de reflexionar obsesivamente sobre el mismo tema, durante días, meses y años, mirándolo desde todos los ángulos y bajo todas las luces.
Ahora bien, si no hay razón alguna para vivir sin hijos, ¿por qué habría de haberla para vivir con ellos? Responder a la angustia existencial que te plantea tu vida engendrando, simplemente, otra vida que la suceda significa, además de una cobardía, dejar para la generación que siga a la tuya la responsabilidad de encontrar la respuesta; hallarla en esas condiciones representa, pues, una tarea potencialmente infinita. Lo más probable es que la respuesta de tus hijos sea procrear a su vez, para endilgar a su descendencia el problema de no encontrarle sentido a su vida.
La protagonista nos muestra su visión en primera persona de la relación con su hijo como un siniestro caleidoscopio lleno de dudas: a veces es demasiado dura consigo misma, justificando en parte el comportamiento de Kevin a través de su propio desencanto con la maternidad; en otros momentos (la mayoría y con razón), las consecuencias de la maldad de su hijo hablan por sí mismas y sin posibilidad de discusión. A pesar de esta percepción incierta y en muchos casos dolorosa de su propio papel, a menudo intuimos un resquicio de algo más: del esfuerzo y el empeño que pone en que Kevin tenga una vida normal.
La relación con su marido sufre un giro radical a raíz de la llegada de ese hijo tan deseado por su padre. Franklin asume el papel de compañero y defensor del pequeño hasta un extremo ridículo, colocándose una venda en los ojos ante sus manipulaciones y dejando a Eva en un abismo de soledad e incomprensión en el que el cartel de “mala madre” está pintado cada vez con colores más brillantes. Esta imagen es la que inevitablemente empapa todas las ideas que desarrolla en sus cartas.
¡La vida podía ser tan bella! Era posible ser un buen padre, gozar de los fines de semana, las meriendas en el campo, los cuentos a la hora de ponerse a dormir, y todo ello para educar a un hijo honrado y fuerte. Estabas en América. Y tú lo habías hecho todo bien. Por consiguiente, nada de aquello podía suceder realmente.
Es un libro que genera mil preguntas para las que no hay respuestas sencillas ni verificables. ¿Hasta qué punto es Eva responsable de la actitud de su hijo? ¿Y su padre? ¿Habría cambiado algo si hubieran formado un frente unido en vez de dos equipos rivales? ¿Podrían haber evitado de alguna forma los crímenes de Kevin o escapaba totalmente a su control? ¿Es la falta de empatía de Kevin algo innato? Y la más importante: ¿por qué lo hizo? De nuevo, lo más inquietante que deriva de esta lectura es que todas estas preguntas tienen sentido fuera del marco de la misma y más allá de sus personajes.
Si bien el cambio de actitud de Kevin al final es un poco demasiado abrupto y conveniente, no podemos evitar agradecer su efecto de bálsamo y no desmerece para nada la calidad de la obra en conjunto. La maestría de la autora en el desarrollo de los personajes y en la forma de desgranar la historia hacen de este un libro recomendadísimo y sobre el que merece la pena tener largas discusiones posteriores.
Mi versión de la portada: