
Título original: Lolly Willowes, or, The Loving Huntsman
Año de publicación: 1926
Nº de páginas: 212
Editorial: Siruela
Lolly Willowes, de veintiocho años, está aún soltera cuando tras la muerte de su adorado padre pasa a depender de sus hermanos. Tras ocuparse de todo durante demasiado tiempo, decide escapar de su constreñida existencia y se traslada a una pequeña aldea en Bedfordshire. Allí, feliz y sin trabas, no tardará en descubrir su verdadera vocación: la brujería. Y junto a su gato y al más inesperado de los aliados, Lolly será, por fin, libre.
¿Sabéis de esas veces que se alinean los planetas y un libro, que ya de por sí os iba a gustar, llega a vuestra vida justo en el momento perfecto? Yo, que no soy mucho de relecturas, he roto mis propias reglas volviendo de nuevo al principio nada más terminar esta maravilla.
Este librito es un canto luminoso a la emancipación femenina y a la ruptura de las convenciones sociales enmarcado en un contexto social y temporal en el que no estamos acostumbrados a ver desarrollarse estas ideas. Laura Willowes se nos presenta como una niña amable e inteligente (aunque no todos la vean así) a la que interesan mucho más los libros y el mundo natural que los vestidos y los pretendientes. Bajo la tutela de un padre que la adora, Laura puede desarrollar sus intereses sin grandes trabas pero, a la muerte de este, tendrá que trasladarse a vivir con la familia de su hermano en Londres, perdiendo su independencia y la amada naturaleza que rodea el hogar de su infancia.
De modo que Laura leía sin que nadie la molestase y sin molestar a nadie, ya que las conversaciones de los tés y los bailes del lugar nunca le deparaban la oportunidad de mencionar nada que hubiese aprendido leyendo lo que decía Locke sobre el entendimiento o Glanvil sobre las brujas. De hecho, como en general desconocía los libros que las madres de la vecindad permitían leer a sus hijas, se la consideraba bastante ignorante. Sin embargo, no por ello le tenían más antipatía, pues la ignorancia de Laura, sin ser en lo que a su sexo se refiere tan desagradable como la erudición, era de una naturaleza tan anodina que carecía por completo de atractivo.
La vida en Londres resulta ser una sucesión de días (años) tediosamente ordenados e insípidos. Su nueva familia, que nunca la ha comprendido, pronto la encasilla en su papel de mujer soltera que ayuda con la casa y los sobrinos y Laura, poco a poco, va dejando de ceder a sus impulsos naturales para acabar convirtiéndose en la tía Lolly, acallando un mundo interior que no tiene cabida en su nueva realidad.
El Pecado y la gracia, y Dios y el… -se interrumpió justo a tiempo-, y San Pablo. Todo, cosas de hombres, como la política y las matemáticas. Nada para ellas, salvo el sometimiento y trenzarse el pelo. Y a la vuelta, otra vez a escuchar. A oírles hablar del sermón, o de la guerra, o de las peleas de gallos; y al llegar a casa, había que guisar las patatas para el almuerzo. Quejarse de todo esto suena muy mezquino, pero te aseguro que este tipo de cosas se posan sobre una como un fino polvo, y con el tiempo el polvo acaba siendo la edad, que va sedimentándose.
Tras muchos años de llevar una existencia adormecida, una serie de señales despiertan en Laura su antigua determinación y decide mudarse a un pequeño pueblo del interior, para consternación de su familia. Great Mop se erige ante la protagonista como el destino final en el que encontrar ese algo que ha sentido siempre pero que aún no puede nombrar. La belleza de los extensos paisajes y los prados verdes pronto se verá enturbiada por la visita de su sobrino Titus, que decide quedarse a vivir en el pueblo, rompiendo de nuevo la tan buscada soledad de Laura. Me gustó especialmente una de las ideas que se desarrollan en esta parte del libro: que alguien te puede arrebatar tu relación con un lugar por el simple hecho de interpretarlo de otra forma, de invadir tu visión del mismo hasta que deja de ser especial.
Y en cuanto a perdonarlos, ni hablar. No era la suya, además una de esas naturalezas que perdonan; y el daño que le habían infligido no se lo habían hecho ellos. Si empezase a perdonar, tendría por fuerza que perdonar a la sociedad, a la ley, a la Iglesia, a la historia de Europa, al Antiguo Testamento, a la tía bisabuela Salomé y su devocionario, al Banco de Inglaterra, a la prostitución, al arquitecto de Apsley Terrace y a media docena más de útiles puntuales de la civilización.
Sumida en una desesperación persistente, en un giro fantástico y necesario, Laura adopta un espíritu familiar con forma de gato y hace un pacto con el Diablo, aceptando por fin su condición de bruja. En esta figura del Diablo, que se presenta bajo varias formas, no vemos ni rastro de la criatura maligna que retrata el cristianismo, sino más bien una representación del dios Pan, la naturaleza que honra el libre albedrío y el placer personal. Desde nuestra óptica actual, ese énfasis en el contacto con el mundo natural puede verse como la segunda gran reivindicación que nos regala este libro. Todo pasa; los edificios se desmoronan con el tiempo pero la naturaleza permanece.
El Vaticano y el Palacio de Cristal, todas esas hileras de primorosos nidales humanos de Balham, Fulham y Cromwell Road: no encerraban ningún misterio para el Diablo, se desplomaban como castillos de naipes, los ladrillos volvían a ser tierra, las vigas de acero horadaban, chillando, las venas de la tierra y la madera muerta era restituida a las espectrales arboledas. Los lobos aullaban por las calles de París, los zorros jugaban en el salón del trono de Schönbrunn, y en el sótano de Apsley Terrace el mamut daba vueltas lentamente, pisoteando su cubil.
Tras una serie de intervenciones benévolas por parte del nuevo maestro de Laura, su sobrino Titus termina abandonando Great Mop para casarse en Londres. A los cuarenta y siete años y tras una búsqueda personal llena de meandros y obstáculos, Laura puede ser libre por fin. Libre para disfrutar de su tiempo, de la naturaleza que la rodea, para que la dejen tranquila y la invada la satisfacción pausada de saberse dueña de sus actos. En sus conversaciones con Satán, nos revela sus ideas sobre la religión y el patriarcado y nos cuenta que una no se hace bruja para hacer el mal pero tampoco para hacer el bien, sino precisamente para escapar de todo eso y poder vivir la vida por una misma.
Las habrá que se den a la religión, y con eso les basta, supongo. Pero para otras, para tantas y tantas otras ¿qué puede haber sino la brujería? […] ¡Y están todos tan acostumbrados a esa mujer, tan seguros de ella! Dicen: “¡La buena de Lolly! ¿Qué podríamos regalarle este año para su cumpleaños? Quizás una bolsa de agua caliente. ¿O qué tal un bonito pañuelo negro de encaje? ¿O un costurero nuevo? El viejo lo tiene ya para el arrastre”. En cambio, tú dices: “¡Ven aquí, pajarillo mío! Te daré la negra y peligrosa noche para que extiendas en ella las alas, y bayas venenosas para que te alimentes de ellas, también un nido de huesos y espinos situado peligrosamente en lo alto, adonde nadie pueda subir”. Por eso nos volvemos brujas: para mostrar nuestro desprecio por la ficción de que en la vida no hay riesgo, para satisfacer nuestra pasión por la aventura.
Los elementos paranormales que entran en juego en la segunda mitad del libro no son sino una representación simbólica de lo que siempre ha encubierto el mito de la bruja: la liberación de la mujer como ser independiente con poder para actuar por cuenta propia e influir en el mundo. Me alegro mucho de haberme encontrado por casualidad con esta joya que ya está en mi estantería de favoritos y también me alegro, muchísimo, de vivir en una época en la que cada vez es menos necesario recurrir a un pacto con el Diablo para poder ser una mujer con un modo propio de entender la vida.
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