‘Estación Once’ de Emily St. John Mandel

Título original: Station Eleven

Año de publicación: 2014

Nº de páginas: 344

Editorial: Kailas

Un inesperado virus mortal acaba con la humanidad tal y como la conocemos: ya no quedan trenes que unan los lugares, ni internet que nos permita conocer el mundo, ni siquiera ciudades en las que vivir, solo quedan asentamientos hostiles al visitante ocasional. En este desolador panorama un pequeño grupo de actores y músicos tienen una iniciativa sorprendente: crear la Sinfonía Viajera, con el fin de mantener vivo un resquicio de humanidad. Pero en este libro nada es fácil y pronto este rescoldo de civilización también se verá amenazado por un violento profeta. Esta novela va más allá de su argumento y escritura, originales y ambiciosos: nos sumerge en un mundo distinto y nos obliga a reflexionar sobre el presente, sobre lo que tenemos y qué valor le damos. En definitiva, un homenaje inteligente y sobrio a los pequeños placeres de la vida. Un libro difícil de dejar y, más aún, de olvidar. 

Creo que lo genial de esta lectura reside en el hecho de que la ciencia ficción se sitúe en el mundo pasado, es decir, el que nosotros conocemos, con sus aviones que vuelan por el cielo, la anestesia que elimina el dolor de una operación o Internet, la red intangible que conecta a todas las personas de la Tierra como magia pura. La idea de progreso en ese futuro postapocalíptico, al contrario de lo establecido en el orden natural de las cosas, consiste en mirar atrás y maravillarse por lo que ya fue y se perdió.

Hacia el final de la segunda década en el aeropuerto, Clark pensaba en la suerte que había tenido. No solo por el mero hecho de haber sobrevivido, que evidentemente ya era algo importantísimo por sí mismo, sino también por haber visto los esplendores aún recordados del mundo anterior, […]. Había habitado aquel mundo espectacular durante cincuenta y un años de su vida. A veces se quedaba tumbado despierto en la Terminal B del aeropuerto de Ciudad Severn y pensaba: “Yo estuve allí”, y ese pensamiento le atravesaba con una mezcla de tristeza y euforia.

La dureza de la situación, de los encuentros fortuitos llenos de miedo y sospecha, convive con una belleza extraña que surge de la mezcla de lo viejo y de lo nuevo: una comunidad que mata para defenderse en la carretera y representa a Shakespeare por las noches. Esta dualidad se extiende a todos los planos de la historia.

La estructura del libro, con flashbacks constantes al pasado, nos brinda la posibilidad extraordinaria de contemplar la vida de un grupo de personas justo antes de que el mundo como lo conocen cambie para siempre. Lo ridículo de sus preocupaciones cuando sabemos qué ocurrirá después es un arma poderosa que arrasa con todo. Asimismo, encontramos un encanto particular en la similitud de esos problemas con algunos de los que encontrarán más adelante, cuando nada se parece a lo de antes. De nuevo, dos caras de una misma moneda.

Kirsten y August siguieron caminando, la mayor parte del tiempo en silencio. Un ciervo cruzó la carretera delante de ellos y se detuvo para mirarlos antes de desaparecer entre los árboles. Una manifestación de la belleza de este mundo en el que casi no quedaba nada. Si el infierno son los demás, ¿qué es un mundo casi sin gente?

También podemos ver un paralelismo claro entre las historias del cómic Estación Once y la propia situación del planeta. En ambos, el escenario es un mundo intermedio en espera de un cambio, una solución, de poder volver a lo conocido. En las dos historias, un grupo se esfuerza por sobrevivir usando las herramientas e impulsos familiares mientras que otro encuentra su camino en una idea nueva.

Entrando en el debate que se cuece en la red: ¿es ciencia ficción? Yo diría que no. Se desarrolla en un futuro distópico pero el foco principal son las relaciones y las emociones humanas, como individuos y como grupo. La red de conexiones que teje la autora entre las vidas de los personajes, los lugares y los objetos nos provoca un placer inevitable. Me ha parecido un libro fascinante, precioso y muy disfrutable de principio a fin.

Estaba actuando. Clark pensaba que había quedado para cenar con su amigo más antiguo, pero Arthur no estaba cenando con un amigo, entendió, sino más bien cenando ante una audiencia. Aquello le dio asco. Cuando se fue poco después, estuvo paseando sin rumbo, aunque para entonces ya había logrado orientarse y sabía cómo volver a la estación de metro. La lluvia caía fría, la acera brillaba y las ruedas de los coches producían un siseo sobre la calle mojada. Pensaba en el terrible abismo que separaba los dieciocho años de los cincuenta.

Mi versión de la portada: