‘El libro de las cosas nunca vistas’ de Michel Faber

Título original: The Book of Strange New Things

Año de publicación: 2014

Nº de páginas: 624

Editorial: Anagrama

Cuando este libro arranca, el devoto pastor cristiano Peter Leigh está a punto de soltar la mano de su mujer, Bea (que lo rescató de una existencia errática de drogas y alcohol), y embarcarse en un reto evangelizador a la altura del siglo XXI. El destino que le aguarda, Oasis, no está en esta Tierra: para llegar hasta él tiene que subirse a una nave y dar el Salto. Uno que le lleva a un lugar donde el aire se siente incluso cuando está quieto, donde todos los alimentos salen de una sola raíz y donde el día y la noche no son como los que conocemos. Un lugar que se reparten unos nativos bondadosos y henchidos de fe y unos colonizadores perfectamente entrenados que, en el ejercicio de sus labores, han aprendido a dejar todo aquello que los hace débiles –humanos– atrás.

Poco a poco, Peter aprende a comunicarse con los oasianos; les lee la Biblia (el Libro de las cosas nunca vistas) y construye una iglesia con ellos. Y, a medida que descubre que su misión es más sencilla de lo que preveía, los problemas empiezan a surgir de rincones inesperados; en la base no todo el mundo es tan impasible, y los correos de su esposa Bea hablan de una Tierra que va de mal en peor: se hunde, azotada por desastres naturales, carestía y conflictividad social, y Bea se hunde con ella. Y cuando Peter, abstraído, no logra darle el consuelo que necesita, el matrimonio tendrá que enfrentarse a una brecha que se abre hasta alcanzar años luz.

El libro de las cosas nunca vistas es precisamente este sobre el que estás leyendo ahora mismo; lo metaliterario del título es ya la primera maravilla. Esta obra nos da todo lo que promete la sinopsis y mucho más que no imaginamos cuando empezamos a leerla. El verdadero viaje no es el que nos lleva al planeta Oasis, sino el viaje interior de Peter, que recorre senderos mucho más inciertos.

Desde el principio sorprende la aparente normalidad con la que se desarrolla todo: el viaje espacial con salto interestelar incluido, la llegada a la base de la USIC, lo anodino del paisaje oasiano… Especialmente los trabajadores de la base y su personalidad neutra e inocua nos hacen pensar en un escenario concertado, una suerte de show de Truman. Conforme avanza la narración, nos damos cuenta de que no hay trampa ni cartón (o quizás solo un poco), sino que todo se basa en una cuidadosa planificación y unos rigurosos criterios de selección de personal. Peter, al llegar, parece no encajar en todo esto.

El protagonista, cuya evolución será el eje central de todo el libro, se nos presenta como un personaje con un pasado oscuro en el que se rompió por completo y del que salió aferrándose a Dios y a la práctica religiosa. A su llegada a Oasis, parece encontrar un camino totalmente allanado hacia el propósito de su misión: los oasianos ya conocen la palabra de Jesús y están ávidos de más. Lo que en un principio parecía imposible, sucede casi sin esfuerzo; aquello de lo que no dudaba ni por un momento, la solidez de su relación con Bea, empieza a tambalearse de manera alarmante.

El autor consigue hacernos experimentar la desconexión absoluta que puede sentir alguien en la situación de Peter, a miles de años luz de su hogar, cada vez más indiferente a las noticias que llegan desde allí teñidas de un barniz de irrealidad. Por fin ha encontrado la congregación entregada de la que siempre deseó ser pastor y no encuentra espacio en su cabeza para preocuparse por nada más. Las cartas de Bea, conforme avanza la narración, nos colocan de lleno en la piel del protagonista: querríamos saber más sobre lo que pasa en la Tierra, pero a la vez no dejan de ser una distracción, una pequeña molestia que nos aparta de lo que está sucediendo en Oasis. Cuando Peter despierta al horror que debe estar viviendo su mujer, quizás es demasiado tarde.

El uso que hace el autor de los caracteres árabes para escribir el lenguaje de los oasianos y remarcar sus dificultades con el inglés me ha parecido una herramienta genial. Esta mezcla de sonidos tan dispares dentro de una misma palabra se hace cada vez más familiar, hasta que en el clímax de la novela, el propio Peter los reproduce en sus pensamientos. Precisamente, las diferencias culturales abismales hacen muy difícil determinar hasta qué punto los mecanismos de la fe de unos y el otro discurren por los mismos caminos o si solo suenan parecido.

Cuando se revela finalmente el motivo por el que los oasianos se aferran a la religión, este parece confirmar la trayectoria vital de Peter: no es sino el último salvavidas cuando la realidad entera nos sobrepasa y la impotencia que sentimos es absoluta. Al verse reflejado en este descubrimiento, pondrá en duda su propia fe y nos dejará con las ganas de saber hacia qué lado caerá la moneda ya que, en un golpe maestro del autor, su último discurso a los oasianos lo pronuncia en el lenguaje nativo, que no nos es dado conocer.

Siendo esta la segunda novela que leo del autor (antes fue ‘Pétalo carmesí, flor blanca’), veo cierto paralelismo con Dan Simmons en cuanto a que ambos autores se defienden maravillosamente, creando incluso obras maestras, en géneros muy dispares, aunque en esencia siempre hablen de la experiencia humana (¿de qué si no?). Muy recomendable.

Te gustará si te gustó ‘Estación Once’ de Emily St. John Mandel

Mi versión de la portada:

Lecturas de mayo y junio

Durante los meses de mayo y junio he terminado de leer:

‘Lolly Willowes’ de Sylvia Townsend Warner

‘Señales que precederán al fin del mundo’ de Yuri Herrera

‘Cien años de soledad’ de Gabriel García Márquez

‘La bruja de Ravensworth’ de George Brewer

‘El Libro de las cosas nunca vistas’ de Michel Faber

‘Las tribulaciones del estudiante Törless’ de Robert Musil

‘Cuerpos: Veinte formas de habitar el mundo’ de varias autoras

‘La canción de los vivos y los muertos’ de Jesmyn Ward

‘Mañana todavía’ de varios autores

 

 

Actualmente estoy leyendo:

‘La torre’ de Daniel O’Malley

‘El emperador goblin’ de Katherine Addison

 

 

‘Cien años de soledad’ de Gabriel García Márquez

Año de publicación: 1967

Nº de páginas: 400

Editorial: Literatura Random House

Ilustraciones: Luisa Rivera

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.»

Con esta cita comienza una de las novelas más importantes del siglo XX y una de las aventuras literarias más fascinantes de todos los tiempos. Millones de ejemplares de Cien años de soledad leídos en todas las lenguas y el premio Nobel de Literatura coronando una obra que se había abierto paso «boca a boca» -como gustaba decir el escritor- son la más palpable demostración de que la aventura fabulosa de la familia Buendía-Iguarán, con sus milagros, fantasías, obsesiones, tragedias, incestos, adulterios, rebeldías, descubrimientos y condenas, representaba al mismo tiempo el mito y la historia, la tragedia y el amor del mundo entero.

Este libro es un camino sin fin en el que cada paso tiene una textura distinta y un sonido nuevo pero familiar, lleno de sorpresas, imposibilidades y cotidianeidades. Es una historia que ocurre más allá de nuestra voluntad como lectores: Macondo ya estaba ahí antes de que abriéramos el libro y sigue en movimiento después de que lo cerremos.

Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podría saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad.

Esta cita que acabas de leer captura a la perfección el alma del libro. Gabriel García Márquez interpreta el papel de Dios y juega con nosotros para mostrarnos las lindes de lo posible, que cambian de lugar a cada rato. Y sin embargo, al contrario de lo que cabría esperar, los continuos fenómenos inexplicables que nos sorprenden junto a la familia Buendía, no hacen sino acrecentar la sensación de normalidad en la que se mueve esta historia. Pareciera que José Arcadio Buendía, antes de volverse loco, nos hubiera transferido su pasión por el descubrimiento y su capacidad inocente para aceptar lo desconocido.

Todos se precipitaron a la sala. José Arcadio Buendía pareció fulminado no por la belleza de la melodía, sino por el tecleo autónomo de la pianola, e instaló en la sala la cámara de Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrotipo del ejecutante invisible.

De principio a fin, la narración se cimenta en una mezcla embriagadora de magia y crudeza. La vida de los Buendía no es fácil pero sí sencilla. El sufrimiento que a menudo golpea a cada habitante de la casa se diluye en la rutina férrea y la sabiduría ancestral. Otras veces, lo inexplicable de la tragedia parece tener raíces cósmicas, como el asesinato repentino y a manos de nadie de José Arcadio, en el que podríamos intuir la consecuencia de su intervención en el fusilamiento de Aureliano. Aún otras veces, entrevemos la invisibilización de la desgracia a través de esa misma magia, ingenuidad y también, por qué no, el miedo que inundan Macondo, como en el relato de los tres mil muertos de José Arcadio Segundo en el que todos quieren ver las señales de un delirio.

A pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas, Úrsula se resistía a envejecer. Ayudada por Santa Sofía de la Piedad había dado un nuevo impulso a su industria de repostería, y no sólo recuperó en pocos años la fortuna que su hijo se gastó en la guerra, sino que volvió a atiborrar de oro puro los calabozos enterrados en el dormitorio. “Mientras Dios me dé vida –solía decir– no faltará la plata en esta casa de locos”.

A pesar de no ser el personaje al que se dedican más páginas, la presencia constante de Úrsula y su peso en la familia nos dejan claro que ella es el pilar último que sostiene la casa, sus habitantes y quizás todo Macondo. Su longevidad sobrenatural así como el deterioro de la casa y el pueblo en paralelo al suyo propio parecen darnos la razón en este punto. Cuando por fin comprende el secreto de la locura que corre por las venas de su familia, después de tantos años, los demás creen que desvaría debido a la edad. La única que podría haberla entendido es Pilar Ternera, matriarca en la sombra y conocedora de los designios y sufrimientos de todos los Buendía, desde el primero al último.

Aureliano Segundo regresó a la casa con sus baúles, convencido de que no sólo Úrsula, sino todos los habitantes de Macondo, estaban esperando que escampara para morirse.

Precisamente, la naturaleza cíclica de los acontecimientos de la que habla Úrsula, cobra un sentido mayor tras conocer las vidas de un par de generaciones más, en las que los rasgos heredados a menudo determinan el destino. Cada uno de los personajes que conforman esta narración se aferra a uno de los tres o cuatro hilos que corren por la familia, que se entrecruzan y se confunden pero mantienen su naturaleza a lo largo del tiempo. La maldición no es la cola de cerdo del incesto, sino la repetición ineludible de las pasiones, las visiones y los desaciertos.

El maestro Melchor Escalona, acostumbrado a conocer a José Arcadio Segundo por la camisa verde, perdió los estribos cuando descubrió que éste tenía la esclava de Aureliano Segundo, y que el otro decía llamarse, sin embargo, Aureliano Segundo a pesar de que tenía la camisa blanca y la esclava marcada con el nombre de José Arcadio Segundo. Desde entonces no se sabía con certeza quién era quién. Aún cuando crecieron y la vida los hizo diferentes, Úrsula seguía preguntándose si ellos mismos no habrían cometido un error en algún momento de su intrincado juego de confusiones, y habían quedado cambiados para siempre. 

El lenguaje del autor abarca de forma magistral todos los planos de la existencia: el de los vivos y el de los muertos, el de los hechos y el de las imaginaciones. Aunque, para mí, su punto álgido lo alcanza cuando se afana en explicarnos con las palabras justas las tribulaciones del amor. Nada más empezar el libro nos regala una de las descripciones más acertadas que existen de la sensación física del enamoramiento que se confunde con deseo sexual y viceversa, y sigue, a lo largo de las páginas, desgranando las pasiones de los personajes como si fueran una ciencia recién inventada.

José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar.

Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevase el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con el cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte.

Aureliano Segundo pensaba sin decirlo que el mal no estaba en el mundo, sino en algún lugar recóndito del misterioso corazón de Petra Cotes, donde algo había ocurrido durante el diluvio que volvió estériles a los animales y escurridizo el dinero. Intrigado con ese enigma, escarbó tan profundamente en los sentimientos de ella, que buscando el interés encontró el amor, porque tratando de que ella lo quisiera terminó por quererla.

La lenta invasión de la naturaleza que engulle la casa hacia el final no es un fenómeno nuevo; lleva ocurriendo desde la fundación del pueblo en explosiones esporádicas, como si ya desde el principio la tierra y las plantas de Macondo conocieran la historia completa. La aparición de animales numerosos en situaciones inesperadas, así como el color amarillo, funcionan como un presagio de muerte o amor o ambos: las mariposas amarillas que preceden a Mauricio Babilonia allá donde va, la llovizna de flores amarillas que alfombra el pueblo cuando muere José Arcadio Buendía o los pescaditos de oro del coronel Aureliano, que a lo largo de los años sirven de moneda de cambio y pedazo de memoria portátil.

Tenían una casa limpia y ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las ventanas y salía por las puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles curtidos por el salitre de los muertos.

El tiempo en Macondo es espeso y maleable. Tan pronto transcurren varios años en un suspiro como un par de meses se hacen eternos. No es el autor escogiendo qué nos deja ver, sino que los propios personajes son partícipes de estas variaciones y las aceptan como tantos otros acontecimientos inexplicables. Al final, ni siquiera un huracán de proporciones bíblicas puede borrar la huella de este árbol genealógico.

Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podría por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada.

La reseña que acabas de leer está llena de fragmentos porque esta obra maestra habla por sí misma. Lo mejor que podemos hacer por ella es leerla por fin o leerla de nuevo. Como en los pergaminos reveladores de Melquíades, no importa cuánto tiempo tardemos en descifrarla; seguirá la sucesión de arcadios, aurelianos, úrsulas, amarantas y remedios mientras quede alguien vivo para llevar la cuenta.

Te gustará si te gustó ‘La casa de los espíritus’ de Isabel Allende.

Mi versión de la portada:

Pintura original