Año de publicación: 1967
Nº de páginas: 400
Editorial: Literatura Random House
Ilustraciones: Luisa Rivera
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.»
Con esta cita comienza una de las novelas más importantes del siglo XX y una de las aventuras literarias más fascinantes de todos los tiempos. Millones de ejemplares de Cien años de soledad leídos en todas las lenguas y el premio Nobel de Literatura coronando una obra que se había abierto paso «boca a boca» -como gustaba decir el escritor- son la más palpable demostración de que la aventura fabulosa de la familia Buendía-Iguarán, con sus milagros, fantasías, obsesiones, tragedias, incestos, adulterios, rebeldías, descubrimientos y condenas, representaba al mismo tiempo el mito y la historia, la tragedia y el amor del mundo entero.
Este libro es un camino sin fin en el que cada paso tiene una textura distinta y un sonido nuevo pero familiar, lleno de sorpresas, imposibilidades y cotidianeidades. Es una historia que ocurre más allá de nuestra voluntad como lectores: Macondo ya estaba ahí antes de que abriéramos el libro y sigue en movimiento después de que lo cerremos.
Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podría saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad.
Esta cita que acabas de leer captura a la perfección el alma del libro. Gabriel García Márquez interpreta el papel de Dios y juega con nosotros para mostrarnos las lindes de lo posible, que cambian de lugar a cada rato. Y sin embargo, al contrario de lo que cabría esperar, los continuos fenómenos inexplicables que nos sorprenden junto a la familia Buendía, no hacen sino acrecentar la sensación de normalidad en la que se mueve esta historia. Pareciera que José Arcadio Buendía, antes de volverse loco, nos hubiera transferido su pasión por el descubrimiento y su capacidad inocente para aceptar lo desconocido.
Todos se precipitaron a la sala. José Arcadio Buendía pareció fulminado no por la belleza de la melodía, sino por el tecleo autónomo de la pianola, e instaló en la sala la cámara de Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrotipo del ejecutante invisible.
De principio a fin, la narración se cimenta en una mezcla embriagadora de magia y crudeza. La vida de los Buendía no es fácil pero sí sencilla. El sufrimiento que a menudo golpea a cada habitante de la casa se diluye en la rutina férrea y la sabiduría ancestral. Otras veces, lo inexplicable de la tragedia parece tener raíces cósmicas, como el asesinato repentino y a manos de nadie de José Arcadio, en el que podríamos intuir la consecuencia de su intervención en el fusilamiento de Aureliano. Aún otras veces, entrevemos la invisibilización de la desgracia a través de esa misma magia, ingenuidad y también, por qué no, el miedo que inundan Macondo, como en el relato de los tres mil muertos de José Arcadio Segundo en el que todos quieren ver las señales de un delirio.
A pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas, Úrsula se resistía a envejecer. Ayudada por Santa Sofía de la Piedad había dado un nuevo impulso a su industria de repostería, y no sólo recuperó en pocos años la fortuna que su hijo se gastó en la guerra, sino que volvió a atiborrar de oro puro los calabozos enterrados en el dormitorio. “Mientras Dios me dé vida –solía decir– no faltará la plata en esta casa de locos”.
A pesar de no ser el personaje al que se dedican más páginas, la presencia constante de Úrsula y su peso en la familia nos dejan claro que ella es el pilar último que sostiene la casa, sus habitantes y quizás todo Macondo. Su longevidad sobrenatural así como el deterioro de la casa y el pueblo en paralelo al suyo propio parecen darnos la razón en este punto. Cuando por fin comprende el secreto de la locura que corre por las venas de su familia, después de tantos años, los demás creen que desvaría debido a la edad. La única que podría haberla entendido es Pilar Ternera, matriarca en la sombra y conocedora de los designios y sufrimientos de todos los Buendía, desde el primero al último.
Aureliano Segundo regresó a la casa con sus baúles, convencido de que no sólo Úrsula, sino todos los habitantes de Macondo, estaban esperando que escampara para morirse.
Precisamente, la naturaleza cíclica de los acontecimientos de la que habla Úrsula, cobra un sentido mayor tras conocer las vidas de un par de generaciones más, en las que los rasgos heredados a menudo determinan el destino. Cada uno de los personajes que conforman esta narración se aferra a uno de los tres o cuatro hilos que corren por la familia, que se entrecruzan y se confunden pero mantienen su naturaleza a lo largo del tiempo. La maldición no es la cola de cerdo del incesto, sino la repetición ineludible de las pasiones, las visiones y los desaciertos.
El maestro Melchor Escalona, acostumbrado a conocer a José Arcadio Segundo por la camisa verde, perdió los estribos cuando descubrió que éste tenía la esclava de Aureliano Segundo, y que el otro decía llamarse, sin embargo, Aureliano Segundo a pesar de que tenía la camisa blanca y la esclava marcada con el nombre de José Arcadio Segundo. Desde entonces no se sabía con certeza quién era quién. Aún cuando crecieron y la vida los hizo diferentes, Úrsula seguía preguntándose si ellos mismos no habrían cometido un error en algún momento de su intrincado juego de confusiones, y habían quedado cambiados para siempre.
El lenguaje del autor abarca de forma magistral todos los planos de la existencia: el de los vivos y el de los muertos, el de los hechos y el de las imaginaciones. Aunque, para mí, su punto álgido lo alcanza cuando se afana en explicarnos con las palabras justas las tribulaciones del amor. Nada más empezar el libro nos regala una de las descripciones más acertadas que existen de la sensación física del enamoramiento que se confunde con deseo sexual y viceversa, y sigue, a lo largo de las páginas, desgranando las pasiones de los personajes como si fueran una ciencia recién inventada.
José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar.
Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevase el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con el cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte.
Aureliano Segundo pensaba sin decirlo que el mal no estaba en el mundo, sino en algún lugar recóndito del misterioso corazón de Petra Cotes, donde algo había ocurrido durante el diluvio que volvió estériles a los animales y escurridizo el dinero. Intrigado con ese enigma, escarbó tan profundamente en los sentimientos de ella, que buscando el interés encontró el amor, porque tratando de que ella lo quisiera terminó por quererla.
La lenta invasión de la naturaleza que engulle la casa hacia el final no es un fenómeno nuevo; lleva ocurriendo desde la fundación del pueblo en explosiones esporádicas, como si ya desde el principio la tierra y las plantas de Macondo conocieran la historia completa. La aparición de animales numerosos en situaciones inesperadas, así como el color amarillo, funcionan como un presagio de muerte o amor o ambos: las mariposas amarillas que preceden a Mauricio Babilonia allá donde va, la llovizna de flores amarillas que alfombra el pueblo cuando muere José Arcadio Buendía o los pescaditos de oro del coronel Aureliano, que a lo largo de los años sirven de moneda de cambio y pedazo de memoria portátil.
Tenían una casa limpia y ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las ventanas y salía por las puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles curtidos por el salitre de los muertos.
El tiempo en Macondo es espeso y maleable. Tan pronto transcurren varios años en un suspiro como un par de meses se hacen eternos. No es el autor escogiendo qué nos deja ver, sino que los propios personajes son partícipes de estas variaciones y las aceptan como tantos otros acontecimientos inexplicables. Al final, ni siquiera un huracán de proporciones bíblicas puede borrar la huella de este árbol genealógico.
Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podría por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada.
La reseña que acabas de leer está llena de fragmentos porque esta obra maestra habla por sí misma. Lo mejor que podemos hacer por ella es leerla por fin o leerla de nuevo. Como en los pergaminos reveladores de Melquíades, no importa cuánto tiempo tardemos en descifrarla; seguirá la sucesión de arcadios, aurelianos, úrsulas, amarantas y remedios mientras quede alguien vivo para llevar la cuenta.
Te gustará si te gustó ‘La casa de los espíritus’ de Isabel Allende.
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