Título original: The Remains of the Day
Año de publicación: 1989
Nº de páginas: 252
Editorial: Anagrama
Inglaterra, julio de 1956. Stevens, el narrador, durante treinta años ha sido mayordomo de Darlington Hall. Lord Darlington murió hace tres años, y la propiedad pertenece ahora a un norteamericano. El mayordomo, por primera vez en su vida, hará un viaje. Su nuevo patrón regresará por unas semanas a su país, y le ha ofrecido al mayordomo su coche que fuera de Lord Darlington para que disfrute de unas vacaciones. Y Stevens, en el antiguo, lento y señorial auto de sus patrones, cruzará durante días Inglaterra rumbo a Weymouth, donde vive la señora Benn, antigua ama de llaves de Darlington Hall. Y jornada a jornada, Ishiguro desplegará ante el lector una novela perfecta de luces y claroscuros, de máscaras que apenas se deslizan para desvelar una realidad mucho más amarga que los amables paisajes que el mayordomo deja atrás.
El Premio Nobel de Literatura recientemente otorgado a Ishiguro hacía necesaria la lectura de este libro que llevaba tiempo aplazando. Ya había disfrutado enormemente de ‘Nunca me abandones’ y ‘Nocturnos: Cinco historias de música y crepúsculo’, pero esta novela es, sin duda alguna, una de las historias más redondas que he leído hasta ahora. Lo que en superficie parece la crónica de un mayordomo inglés sobre el trabajo que ha desempeñado a lo largo de los años en la casa de su patrón y sus consideraciones sobre la profesión, acaba convirtiéndose en el retrato pormenorizado de una vida que se lee entre cada una de las líneas pero rara vez en la narración en sí. La historia se muestra a sí misma como algo encauzado y tranquilo pero esconde un torrente de emociones cuyo clamor se oye por encima de las apariencias. Mister Stevens ha entregado su vida a una causa que ha resultado no ser tan digna como prometía y, ahora que ha tenido el valor de analizar el conjunto, ya no hay mucho que pueda hacer para arreglarlo.
La maestría con que Ishiguro conduce la narración y nos desvela todo sin contarnos nada es casi enigmática. A veces solo basta un tiempo verbal en el lugar más oportuno para mostrarnos los anhelos y los temores más profundos de nuestro narrador (“Como he dicho, con la vuelta de miss Kenton todos estos problemas quedarán resueltos”). El hecho de que mister Stevens se dirija a nosotros en plural también tiene un peso importante que cobra más y más sentido conforme avanza la narración, reflejando quizás su necesidad de justificarse.
Para nuestro narrador, todos los aspectos de su día a día se cimentan en su deseo de desarrollar su profesión de la manera más impoluta. La lectura de una novela romántica, las reuniones diarias con miss Kenton o la distancia en la relación con su padre: todo ello contribuye al buen funcionamiento de la casa, que es su fin último. El concepto de dignidad, entendida como su habilidad para no dejar caer su máscara, ni cuando alguien ajeno a ella se aferra a los bordes y tira con todas sus fuerzas, marcará todos y cada uno de los acontecimientos de su vida.
Los grandes mayordomos adquieren esta grandeza en virtud de su talento para vivir su profesión con todas sus consecuencias, y nunca les veremos tambalearse por acontecimientos externos, por sorprendentes, alarmantes o denigrantes que sean. Lucirán su profesionalidad como luce un traje un caballero respetable, es decir, nunca permitirán que las circunstancias o la canalla se lo quiten en público. Y se despojarán de su atuendo sólo cuando ellos así lo decidan y, en cualquier caso, nunca en medio de la gente. Como digo, es una cuestión de “dignidad”.
A veces se dice que, en realidad, sólo existen mayordomos en Inglaterra. En otros países no hay más que criados, sea cual sea el título que les pongan. Cada vez más, me inclino a pensar que es cierto. En el continente no puede haber mayordomos porque son una raza incapaz de reprimir sus emociones del modo que es propio del pueblo inglés.
A pesar de esta aparente rigidez, cada vez se hace más patente que nuestro narrador se siente incómodo con ciertas situaciones del pasado: las decisiones de su patrón y su propia pasividad ante los hechos pesan más de lo que le gusta reconocer. Un ejemplo perfecto (y también uno de los pasajes más conmovedores, en mi opinión) es aquel en que, tras verse incluido en una reunión vecinal en el pueblo de Moscombe, compara el discurso de uno de los vecinos, a favor de que el pueblo tenga voz y voto en la política del país, con una situación bastante molesta vivida en casa de su patrón, en la que se ve importunado por unos invitados que defienden la postura contraria.
La única ocasión en la que nuestro narrador pierde realmente su “dignidad” tiene lugar al final del libro, frente a la puesta de sol y tras haberse despedido de miss Kenton, tal vez para siempre, cuando se permite las reflexiones más sinceras delante de un desconocido. A pesar de esta desnudez repentina, el peso de los años le lleva finalmente a volver a su yo de siempre y redoblar, más si cabe, sus esfuerzos por llegar a ser un gran mayordomo.
Se trata de un libro tan breve como intenso, perfecto en su ritmo y estructura, que sabe introducir un paisaje emocional muy complejo de la manera más sutil. Sin duda, de los que se presta a relectura y mejora con los años.