‘La naranja mecánica’ de Anthony Burgess

lanaranjamecanica

Título original: A Clockwork Orange

Año de publicación: 1962

Nº de páginas: 201

Editorial: Minotauro

La naranja mecánica cuenta la historia del nadsat–adolescente Alex y sus tres drugos-amigos en un mundo de crueldad y destrucción. Alex tiene los principales atributos humanos: amor a la agresión, amor al lenguaje, amor a la belleza. Pero es joven y no ha entendido aún la verdadera importancia de la libertad, la que disfruta de un modo violento. En cierto sentido vive en el Edén, y sólo cuando cae (como en verdad le ocurre, desde una ventana) parece capaz de llegar a transformarse en un verdadero ser humano.

Me ha resultado muy difícil clasificar esta novela dentro de mi escala personal. Por un lado, creo que es un libro magnífico, original, bien construido. Por otro, es prácticamente imposible separarse de la sensación de brutalidad que transmite. No es un libro agradable de leer y a la vez se disfruta mucho en algunos aspectos.

En especial, me ha parecido magistral el uso de la jerga adolescente inventada, el nadsat, durante toda la historia. Un recurso genial a través del cual en un principio creemos poder tomar distancia. Pronto descubrimos que no es así: la ultraviolencia nos da de lleno incluso aunque el lenguaje no nos sea familiar. Hacia el final de la historia, cuando el nuevo idioma ya nos resulta comprensible, no podemos evitar sentir cierta repulsión ante este conocimiento; formamos parte de algo abominable de lo que no nos podemos desprender.

Se mezclan muchos temas como la violencia en sí, la hipocresía de la sociedad y la política, el condicionamiento, el paso de la adolescencia a la madurez; todos ellos experimentados y analizados por “Vuestro Humilde Narrador”, Alex DeLarge. Observar por dentro la cabeza de este personaje equivale a un viaje intrépido lleno de curvas y precipicios.

Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los liudos son buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy cliente del otro negocio. Además, la maldad es cosa del yo, del tú o el mí en el odinoco de cada uno, y así es desde el principio para orgullo y radosto del viejo Bogo. Pero el no-yo no puede tener lo malo, de modo que los vecos del gobierno y los jueces y las escuelas no pueden permitir lo malo, pues no pueden admitir el yo. ¿Y acaso nuestra historia moderna, hermanos míos, no es el caso de los bravos y malencos yoes peleando contra esas enormes maquinarias? Todo esto lo digo en serio, oh hermanos. Pero lo que hago lo hago porque me gusta.

Independientemente de la brutalidad de la historia, todo tiene un tinte bastante apagado; no hay una verdadera reflexión final a la que podamos aferrarnos para aliviar un poco el peso que nos ha transferido. De hecho, de haberla, no es muy prometedora: por un lado, Alex se da cuenta de que la ultraviolencia ya no es para él, lo que nos hace plantearnos si la crueldad de la técnica Ludovico tuvo algún efecto o si simplemente se trataba de una etapa “problemática” que tenía que pasar; por otro lado, el protagonista augura que el mundo seguirá siendo como es, que sus hijos cometerán los mismos errores, y los hijos de sus hijos, y que ni él ni ningún condicionamiento experimental podrán hacer nada para evitarlo.

Es una novela incómoda y rompedora en muchos niveles diferentes. Un clásico del siglo XX que no deja títere con cabeza, ni dentro ni fuera de sus páginas.

Mi versión de la portada:

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