Año de publicación: 1960
Nº de páginas: 441
Editorial: USA Publishing Company
«Los premios» se presenta como una prospección de la dimensión verbal de su universo ficticio, de la pluralidad de modos de expresión de los personajes. Los capítulos se van acumulando como astillas del texto, fragmentos que constituyen el archipiélago de voces de
«Los premios», a las que el narrador va dando sin cesar la palabra de su discurso mental o hablado. Pero el narrador se hace discreto para que entrechoquen todas las hablas, pues a través de ellas se va construyendo una variedad de posibles actitudes del hombre frente al mundo, actitudes que suponen una serie de relaciones de los sujetos consigo mismos y con los demás. De esta manera el entorno de referencia aparece en constante cambio y el lector puede tener la impresión
al recorrer la novela de haber llegado con retraso a alguna conversación empezada.
Aunque se podría decir algo parecido de muchas obras literarias de cualquier género o época, en este caso la idea cobra un sentido más completo: leer ‘Los premios’ es como observar a los personajes a través de un agujerito desde la habitación de al lado, contemplar las escenas desde dentro como un espectador presente e invisible.
La presencia constante de un misterio u otro es el hilo conductor de todos los acontecimientos. Los protagonistas han ganado un viaje en un sorteo pero, ni siquiera estando a bordo del Malcolm, sabe ninguno de ellos con certeza cuál es el destino o la ruta. El propio barco mantiene su secreto: tienen prohibido el acceso a la popa, lo que despierta inquietud o indiferencia en algunos de los pasajeros y un ansia irreprimible de aventuras en otros.
En este marco un tanto surrealista, la interacción entre los protagonistas hace que afloren ante nuestros ojos las diferencias a todos los niveles que existen entre ellos. El grupo no puede ser más variopinto: un par de profesores, un dentista, una pareja de novios que dicen ser recién casados pero en realidad no lo están, dos amigos solteros a los que todos imaginan en una relación inexistente, un sabio astrólogo, un anciano adinerado y su chófer, un joven barriobajero con su novia y sus respectivas madres… El estilo de Cortázar nos lleva a un conocimiento profundo de los personajes a través de anécdotas y ocurrencias que se alejan de lo que habitualmente formaría parte de una descripción o un retrato. Algunos de los diálogos se convierten en reflexiones exquisitas.
[…] y además hacía un rato que había perdido la casa de la infancia, que todavía existe pero que no quise volver a ver jamás. Tengo esa clase de sentimentalismos, daría un rodeo de diez cuadras para no pasar bajo los balcones de un departamento donde fui feliz. No huyo del recuerdo, pero tampoco lo cultivo; por lo demás mis desgracias, como mis dichas, tienen siempre puesta la sordina.
El desarrollo de estas relaciones nos hace entrever capas incontables de experiencias y sentimientos que se extienden mucho más allá de los límites del relato. Imposible no quedarse con ganas de más al final del trayecto.
Te gustará si te gustó ‘Los detectives salvajes’ de Roberto Bolaño.
Mi versión de la portada: